DER BOTE in «Die Bakchen»

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    Acto IV  

    El Mensajero con el coro. 

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    1299999 1299999 XlMENSAJERO: Después que los techos de esta tierra de Tebas dejamos, y hubimos pasado la corriente del Asopo, pisábamos la ladera de Citerón Penteo y yo —porque yo seguía a mi señor— y el extranjero que era el guía en nuestra peregrinación. Primero llegamos a un valle herboso, sin hacer ruido con nuestros pasos y silencio con nuestra lengua guardando, para poder ver sin ser vistos. Era un rincón cerrado por peñascos, húmedo de fontanas, umbrío de pinos, donde las Ménades estaban sentadas con las manos ocupadas en dulces labores. Unas su tirso, que había perdido la yedra, volvían a coronar con ella, otras, como si fueran potros desenganchados del yugo de colores, cantaban alternando y se hacían eco con canciones báquicas. El desgraciado Penteo, que no vio la turba femenil, dijo así: —Extranjero, desde donde estamos no alcanzo a ver a las Ménades como deseo; subido en una cuesta o en un abeto de alto entronque vería mejor la ocupación nefanda de las Ménades—. Y a partir de aquí ya todo lo del extranjero lo vi milagroso: cogió del abeto la rama más alta, allá en el cielo, y la trajo, abajo, hasta la negra tierra, y la dobló como un arco o una curvada rueda, cuyo círculo ha sido trazado por el compás en redondo: así el árbol de la montaña el extranjero lo atrajo con sus manos y lo dobló hacia el suelo, de un modo sobrehumano. Colocó a Penteo en las ramas del abeto, y con sus manos fue soltando hacia arriba el tronco recto poco a poco, con cuidado para que no le despidiera. Y derecho quedó hacia el alto cielo llevando en su altura sentado a mi señor. Más bien fue visto que vio a las Ménades; apenas pudo distinguírsele sentado arriba, cuando ya el extranjero no era visible, y desde el cielo una voz, según puede creerse, Dioniso, gritó: —Muchachas, os traigo al que de nosotros, de mí y de mis orgías se ríe; mas castigadle— . Y según decía esto, en el cielo y en la tierra se fijó la luz de un fuego sagrado. Quedó en silencio el cielo, y el silencio dominó las praderas del valle y el follaje, y de los animales no se oía ni un grito. Ellas, que en sus oídos la voz no habían percibido con claridad, se pusieron en pie y buscaban con los ojos. Y él repitió la orden, y cuando conocieron claramente la orden de Baco las hijas de Cadmo, se precipitaron no menos ligeras que palomas, en carreras acordes con sus pies, su madre Agave con sus hermanas y todas las bacantes, y por la torrentera del valle y los precipicios saltaban, enloquecidas con la inspiración del dios. Cuando vieron a mi señor subido en el abeto, primero piedras violentamente le arrojaban, subidas a una roca como una torre, y le disparaban sus varas de abeto; otras le echaban los tirsos por el aire a Penteo, blanco desgraciado, mas no le llegaban. Situado en mayor altura que la del deseo de ellas estaba el desgraciado, lleno de apuro. Por fin, manejando ramas de encina arrancaban las raíces con palancas sin hierro. Mas como no llegaban al fin de sus esfuerzos, dijo Agave: —Ea, puestas en círculo coged este arbolito. Ménades, para que alcancemos a la fiera que ha trepado y no pueda publicar las danzas secretas del dios—. Y ellas infinitas manos aplicaron al abeto y lo arrancaron de la tierra. Saltó desde arriba y desde arriba hacia el suelo cae dando infinitos alaridos Penteo, porque ya cerca de su desgracia se dio cuenta. Su madre la primera comenzó como una sacerdotisa el sacrificio, y cayó sobre él. Él el gorro de su cabellera arrancó para que le conociese y no le matase, al infeliz, Agave, y dice, la mejilla tocándola: —Yo, madre mía, soy tu hijo Penteo, el que pariste en la casa de Equión; compadéceme, madre, y por mis faltas no mates a tu hijo—. Ella, echando espuma y estrábicas sus iris girando, sin cuidar lo que debía cuidar, dominada por su Baco, no le hizo caso. Agarró con sus brazos la mano izquierda, y poniendo el pie en el costado del infeliz, le arrancó el hombro, no por su fuerza, sino por facultad que el dios concedió a sus manos. Ino por otra parte consiguió desgarrar sus carnes, y Autónoe y toda la turba de las bacantes se echó encima, y todo con griterío, él gimiendo mientras pudo tener aliento, ellas gritando victoria. Y una se llevaba un brazo, otra un pie con la misma bota, y fueron desnudados sus costados a tirones, y todas tenían ensangrentadas las manos, y jugaban a la pelota con la carne de Penteo. El cuerpo yace esparcido, parte al pie de las ásperas rocas, parte entre el follaje leñoso de la selva, no es fácil de buscar. Y la infeliz cabeza precisamente su madre en las manos, clavada en el extremo del tirso, como de un león montañés, la lleva a través del Citerón, después de dejar a sus hermanas en los coros de Ménades. Camina orgullosa de su malaventurada presa hacia esta ciudad, invocando a Baco su compañero de caza, su colaborador en el triunfo que la reportará lágrimas. Yo, lejos de esta desgracia me voy, antes de que Agave llegue a esta casa. Ser prudente y respetar las cosas divinas es lo mejor; creo es la más prudente cosa de que se pueden servir los mortales.

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